Hoy es un gran día familiar. Asisto como invitada a una graduación escolar junto a decenas de madres, padres, abuelos y hermanos; toda la prole y amigos a la que se suele convocar para este tipo de eventos alegres. Acto solemne: discursos y palabras en sintonía con el futuro, con los días de colegio, con lo aprendido, con lo que se llevan, y con el gran paso a la vuelta de la esquina. Imágenes y audio que se entrecruzan en mi memoria. Rebobino. Nada parece haber cambiado con los de mi propia graduación. Pero… momentito, mientras esas palabras pasan como un río tranquilo, en muchos corazones parece haber un mar contenido. Mar de dudas sobre qué estudiar, dónde hacerlo o cómo financiarlo. Mucho más profundo se escucha el rugido de la gran incertidumbre sobre el retorno… entre quienes se van.
Cierro los ojos y pienso en los centenares de estudiantes que están saliendo del país con la idea de no volver. Sí, es cierto, algo ha cambiado en nosotros, algo se ha transformado en los bolivianos. Cuando en los años 80 y 90 se salía para estudiar fuera del país –muy pocos en relación con los números de hoy–, siempre se pensaba en volver. Había que tropezarse con el amor o con un destino brillante e impostergable para cambiar de dirección. La familia y los apegos casi siempre estuvieron en primera línea. Hoy, la misma familia y los apegos dicen: “Mejor si te quedas afuera”, “Búscate la suerte donde puedas”, “¿Bolivia?, ¿tiene sentido volver?”. Un cortocircuito en la esperanza.
Sabemos que los bolivianos ya jugamos en la primera liga latinoamericana de los países exportadores de migrantes laborales: hay cientos de los nuestros bailando al caporal por el mundo, unos con más alegría que otros. Según el último censo tenemos 489.559 bolivianos viviendo fuera del territorio. Números que muestran a más mujeres que hombres, pero que no muestran a los hijos expatriados de la remezón de valores que nos toca vivir; nada sobre los hijos sin ticket de retorno en el alma.
Un éxodo silencioso de birretes. Aplausos. Abramos los ojos.
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