• Periodismo y miradas desde dos culturas...

    Detrás de San Martín

    En muchos países europeos el 11 de noviembre es el Día de San Martín, una fecha de singulares ritos entre niños y adultos para conmemorar al santo cristiano Martin de Tours. Especialmente los niños del Kindergarten y la primaria son los que se entusiasman por la noche en la que pasearán con sus linternas de papel, cantando por las oscuras calles, y en la que tal vez podrán presenciar una representación teatral de la leyenda, con caballo real incluido, si tienen algo de suerte.

    En Alemania, al final del desfile de farolas, los padres, profesores y vecinos se juntan alrededor de una fogata para comer los deliciosos panes de levadura que se llaman Weckmänner. Año a año la celebración está destinada a recordar a los niños y adultos la leyenda de Martín, un general romano que –antes de ser nombrado obispo de Tours– cobijó con su abrigo a un mendigo sentado en una vereda.

    © T. Torres-HeuchelPero también el 11 de noviembre es disfrutable para quienes no pertenecen al grupo meta del desfile de faroles. Con ellos combina el Día de Martini, denominado así a causa del ganso de Martín, por ejemplo. Hay la tradición de encontrarse con amigos y colegas para comer ganso al mediodía. Los mejores restaurantes para tal propósito son mantenidos como información ultrasecreta y cada año, supuestamente, hay uno nuevo.

    ¿Pero qué  une entonces al ganso y al Weckmänner? Según la leyenda, el apocado soldado Martín se escondió en un cobertizo de gansos, al enterarse de su elección como obispo, y fueron los gansos sus delatores gracias a sus graznidos. Una razón poco piadosa para que en la actualidad los gansos sean fritos para ser degustados en buena compañía. Los gansos pagan así los delatores graznidos que la tradición les atribuye.

    El siguiente misterio es el Weckmann o Stutenkerl (en el contexto de San Martín Stuten significa pan dulce, pero en otros alude a yeguas). El Weckmann es un pan de masa dulce con la figura de un hombrecito que lleva una pipa de arcilla bajo el brazo. Los niños comen sus Weckmann después del desfile de farolas o los conservan como un estimado recuerdo de la época de San Martín. Dos preguntas: ¿Quién es el hombre? y ¿por qué lleva una pipa?

    San Martín fue obispo de Tours en el siglo IV después de Cristo. En aquel tiempo no existía la separación entre protestantes y católicos ni tampoco existía el tabaco. La época en la que para los europeos tampoco existía el continente americano y, por lo tanto, tampoco la pipa estaba atada a la paz. La explicación de la pipa bajo el brazo es tan tonta como sencilla: el encargo que tenían los panaderos aprendices era –muy natural en su tiempo– representar al señor Obispo y a su báculo episcopal; sin embargo, el símbolo pastoral era muy difícil de moldear en una masa tan poco flexible y el primer aprendiz hizo uno, pero al revés. Y así quedó por mucho tiempo hasta que nadie más supo cómo fue originalmente; quedó entonces una pipa bajo el brazo sin más explicación. El hecho de comerse al obispo en forma de pan tiene una  tradición mucho más larga, ligada al simbolismo del pan en la religión. Al final de cuentas detrás está el mismo concepto que el de la eucaristía.

    © T. Torres-HeuchelVolviendo al presente, lo verdaderamente encantador de San Martín son los desfiles de linternas de papel (Laternewanderung). Cada farola es una fuente móvil de luz hecha de papel e iluminada por dentro por una vela o un pequeño foco a batería, y que cuelga de un largo palo a manera de frágil mástil. A partir de la semana 40 del año (alrededor del 3 de octubre) todos los niños entre 3 y 10 años están completamente afanados haciendo su farolito (muchas veces también sus madres). Peces, fantasmas, matamoscas. ¡Si supieran todas las cosas que he visto deambular por el fresco aire de la noche!

    Reverentes de la ceremonia, los niños llevan sus linternas de papel con los cachetes colorados y las caritas muy concentradas. Cantando, caminan detrás un San Martín montado sobre su orgulloso caballo, luciendo su resplandeciente armadura, y su capa roja cayendo suavemente sobre el lomo del animal. Pronto San Martín tomará su capa para desgarrarla en dos –en un abrir y cerrar de ojos– para dársela a un mendigo sentado en el piso (lo usual es que los protagonistas sean padres de los pequeños colegiales). Antes de la representación teatral, la banda local seguramente ya habrá tocado los clásicos Ich gehe mit meiner Laterne … (Voy con mi farola), Rabimmel, Rabammel, Rabumm, Sankt Martin, Sankt Martin (San Martín, San Martín) y Rote, gelbe, grüne, blaue, lieber Martin komm und schaue (Rojos, amarillos, verdes, azules, querido Martín ven y mira), mientras los bomberos voluntarios se habrán ocupado de mantener encendida la gran fogata y otros estarán vendiendo un ponche de vino tinto. Con el rito los pequeños arderán de orgullo: ¡Poder estar hasta tan tarde! ¡Portar una vela propia! ¡Y con un verdadero caballo!

    Toda la anterior descripción seguramente es tan válida como una página de algún catálogo dedicado a la comprensión de la cultura alemana, sin embargo, es inútil como instrucción práctica para acompañar a los amigos a un desfile contemporáneo de San Martín y menos para percatarse de lo que realmente ocurre hoy tras bambalinas. San Martín es una costumbre arraigada, pero su organización y puesta en marcha parecen estar afectando el alma de la celebración, por lo menos en la actual Alemania.

    © F. SörgelCuando se aproxima noviembre al colegio de mi hija, empiezo a temblar delante de la nota informativa que trae las tareas y responsabilidades para el desfile de San Martín. Es una lista de prohibiciones, imperativos y exclamaciones; tal como si la hubiese redactado el mismo Martín en sus tiempos de soldado. Detrás del evento están los trabajos obligatorios para los padres: padres y madres deben marchar uniformados con chalecos amarillos al lado de los chiquillos, posiblemente todos al mismo paso –tengo que volver a leer cuidadosamente la nota–. Otros se ocuparán de buscar financiamiento para la realización del evento. Al final, los ingresos por la venta de ponche y Weckmänner serán destinados al mismo grupo de apoyo, con el fin de cubrir los altos costos del comando San Martín.

    Lo de las canciones es un asunto aparte. Lo que se estila es separar a los niños de sus padres, para que los pequeños no puedan hacer sus travesuras. Los niños caminan junto a sus profesoras; maestras que les indicarán –con un autoritario movimiento de cabeza– cuándo cantar. Aparentemente, desde la perspectiva de los instructores, la autoridad de los padres es dudosa en materia de canto y tal vez también en un par de aspectos que son indispensables a la hora de poner un tono a la voz; en todo caso, los padres no podrán cantar canciones de San Martín por iniciativa propia. Si están por ahí un par de hermanos mayores, entonces se trastocarán las letras de las canciones: Rote, gelbe, grüne, weiße – jedes Jahr dieselbe Sch… (Rojos, amarillos, verdes, blancos – cada año la misma m…) o Im Schnee da saß ein armer Mann hat Kleider an wie Supermann (En la nieve estaba sentado un hombre pobre con ropa como la de Superman).

    Los hermanos mayores son también importantes para la siguiente parte del programa. En el camino de vuelta al hogar, grandes y pequeños tocarán el timbre de aquellas casas que tengan una vela encendida junto a la ventana (eso sí está permitido). Para recibir dulces, los niños deberán cantar un par de canciones; las vecinas ya tendrán preparadas pequeñas bolsitas con golosinas para la ocasión. Muy diferente a lo que ocurre dos semanas antes en la fiesta de Hallowen cuando rondan los chiquillos frescos que, sin haberse aprendido ninguna canción, tocan el timbre pidiendo dulces y perturbando  al vecindario. Así, en compañía de sus hermanos mayores, los pequeños estarán permitidos de tocar el timbre de extraños en la noche del desfile de farolas. Justo ahí es donde asoma en tema de la seguridad, un nuevo gran ingrediente de la actual celebración de San Martín en Alemania.

    A mediados de noviembre del año pasado, cuando casualmente conducía por una de las calles de Colonia llevando una sandwichera rota al punto de recojo de residuos eléctricos, tuve que detenerme a causa de una gran operación policial. Una enorme camioneta repleta de policías estaba estacionada en diagonal con las luces azules encendidas, mientras que otras estaban parqueadas, en los puntos de cruce, con las luces parpadeantes. Los Martinshörner (sirenas de la policía y las ambulancias alemanas) estaban apagados. A cada 20 metros estaba apostado un oficial de seguridad con su paleta de tráfico para  apurar y ordenar el paso de un grupo de niños que, con sus farolitos a cuestas, miraban temerosos todo el trastorno. Bajo la lluvia, tenían sus farolas protegidas con bolsas de plástico y los focos de sus baterías estaban ya en sus últimos minutos. Tal vez fue el San Martín merecedor del premio a la seguridad porque estuvo organizado de manera ejemplar, sin embargo, entre las luces policiales enceguecedoras y las bolsas empapadas, los faroles eran casi invisibles y la diversión parecía inexistente.

    Todo lo contrario a los desfiles de San Martin de mi niñez en Núremberg. La ciudad fue construida alrededor de una empinada montaña coronada por un verdadero castillo feudal. El Día de San Martín a los niños se nos ponía la piel de gallina. Los alumnos de todos los colegios de la ciudad subíamos juntos, o mejor dicho, todos de manera desordenada; la montaña centelleaba de coloridas luces que brincaban en nuestro ascenso al castillo. Lógicamente, portando velas en sus farolitos, de vez cuando se encendía alguna de las linternas de papel y luego venía el lloriqueo del niño y la consiguiente pisada sobre el lodo de noviembre para apagar la llama. En el muro de defensa del castillo, en la cúspide, la municipalidad había construido un escenario de madera para que todos pudiesen observar las representación teatral de San Martín. El pudiente y buen Martín que partía su abrigo en dos, para proteger al mendigo. ¡Eso era algo tan emocionante!

    © F. SörgelInspirada en ese recuerdo, organizamos el 2009, en La Paz, la sede de gobierno más alta del mundo, un desfile de farolas de San Martín, junto a algunos padres de familia del colegio alemán de esa ciudad. Seré resumida: fue fantástico estar en T-shirts, sentados bajo altos árboles, haciendo un picnic después de haber seguido al caballo de San Martín, cantando en familia, sin importar el idioma. Todos subestimamos la duración del desfile y ritos así que tuvimos que improvisar entre todos cuando se agotó el ponche. Sin embargo, desde el principio, había quedado claro que el verbo del evento era compartir: los padres donaron la comida y bebida para la venta, mientras que una empresa de ecotecnología se encargó de duplicar el monto recaudado. Las ganancias obtenidas fueron a parar a un hogar de niños. Tal vez no todo estaba decorado a la perfección y, si bien recuerdo, algunos niños no tenían el farolito apto para un concurso, sino más bien alguna pantalla de la lámpara de su sala.

    Como se ve, Martin y Martín no son siempre lo mismo. Los recuerdos de mi niñez de la nebulosa montaña iluminada y coronada con un castillo, o como extranjera bajo extraños arbolitos, en una ciudad tan calurosa y gustosa de celebraciones; me dicen que esas conmemoraciones tenían otro sentido al de los sobreorganizados y tétricos desfiles con los que me he tropezado en los últimos años.

    ¡Ay, si hacer linternas de papel volviera a ser divertido!

    ¡Ay, si volviera a ser una verdadera celebración de dar y recibir!

    Para empezar podríamos memorizar nuevamente las letras de las canciones. También las hay en español.

    Franziska Sörgel
    Traducción: Antje Linnenberg
    Adaptación al español: Teresa Torres-Heuchel

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